lunes, 13 de enero de 2014

Ese preciso instante

Cada año, 50.000 personas sufren lesiones medulares, que en muchos casos derivan en parálisis. En un abrir y cerrar de ojos, lo que dura un accidente de coche o una caída, la persona pierde la movilidad que daba por supuesta y queda irreversiblemente confinada a una silla de ruedas, en la mejor de las situaciones. Los pacientes y sus familias confían en que, algún día, los científicos hallarán una estrategia para reparar estas lesiones.

Ése es el objetivo del Dr. Grégoire Courtine y su grupo, en el Swiss Federal Institute of Technology Lausanne (EPFL). Courtine lidera un equipo interdisciplinar, en el que neurobiólogos, neurocirujanos, terapeutas e ingenieros trabajan codo con codo con un fin común: restablecer el movimiento voluntario tras una lesión de la médula espinal. No es una cuestión simple: veinte años de investigaciones biomédicas aún no han dado con una solución. Pero, qué duda cabe, han ido allanando el camino.

Hace diez años, Courtine tuvo una visión: usar una combinación de electroquímica y terapia que, con ayuda de desarrollo tecnológico y un poco de suerte, podría potencialmente dar resultados. Desde entonces ha perseguido esta idea, perfeccionándola junto con su equipo a base de ensayo y error. Un proceso largo y laborioso, que ha implicado el trabajo de muchas personas; un proceso que aún continúa.

Hace algo más de dos años, para el equipo de Courtine llegó un momento clave en su historia: el momento de comprobar si todos sus esfuerzos habían dado fruto. Su paciente en el laboratorio era una rata cuya lesión medular le había provocado la pérdida total de movilidad en las patas posteriores. Tras implantarle la neuro-próstesis electroquímica que habían desarrollado y someterlo a una rehabilitación de nuevo diseño, el animal estaba listo para el ensayo final. Eran años de esfuerzo de decenas de personas concentrados en un roedor de doscientos gramos.

Puedo imaginar al equipo al completo, unas veinte, veinticinco personas, en la habitación. Están en silencio, tensas, expectantes. Han invertido tanto tiempo y tanto trabajo para llegar allí que no saben cómo podrían encajar una decepción. Y, sin embargo, son conscientes de que es una posibilidad. Por eso aprietan los dientes. Uno de ellos manipula al animal. Lo coloca en la mesa de ensayo, sobre la cinta. Le ajusta arneses, cinturones; lo conecta a la maquinaria que lo mantiene erguido. Cada paso lo lleva a cabo despacio, metódicamente, esforzándose por mantener la concentración en el trabajo manual. Hasta que, finalmente, no queda más por hacer. Todo está listo. La persona se separa de la mesa, y todos esperan. Contienen la respiración. Por dentro, le suplican al animal: “Anda, anda, anda”. Por favor, camina. Por favor.

Y entonces, la rata anda. 

Es el primer caso de recuperación de la locomoción voluntaria tras una lesión medular. Un resultado histórico, que se publicó en la revista Science y dio esperanza a millones de personas en todo el mundo.
Un hito que puede revolucionar el tratamiento de estos pacientes y que abre las puertas a la posibilidad de una curación.


No puedo dejar de imaginar lo que debieron de sentir los miembros del laboratorio de Courtine en aquel instante, cuando la rata dio su primer paso; y el segundo; y cuando ya no cabía duda de que, efectivamente, estaba andando. Es a ese instante al que todos los científicos aspiran. Es justo ése, ese preciso instante, el que hace que tanto esfuerzo merezca la pena.




lunes, 28 de octubre de 2013

Fénix


La compramos en Marks&Spencer, envuelta en papel de celofán para esconder la endeble maceta de plástico. Estaba frondosa y llena de flores: perfecta para calmar momentáneamente mi ligera obsesión de tener plantas exuberantes a la entrada de casa. Esta nueva fijación, adquirida en Norwich, cuadra bastante bien con el medio ambiente que ahora me rodea; pero, como quizá yo aún desentono un poco, se encuentra frustrada la mayor parte del tiempo. No es mi culpa: es que las plantas que compramos se empeñan en morir. El tiempo, siempre sorprendente, y el hecho de que repitamos como un mantra “Tenemos que acordarnos de regar estas macetas” cada vez que entramos o salimos de casa sin llegar nunca a hacer nada al respecto podrían ser factores que quizá contribuyan. Qué le vamos a hacer: todo el mundo sabe que los biólogos moleculares de plantas son terribles con cualquier planta que esté fuera del laboratorio. Será que tenemos que compensar, por aquello de la justicia universal y tal.

Después de que el viento la tumbase y se entretuviese en estrellarla repetidamente contra la pared durante semanas, se nos ocurrió que quizá iba a ser mejor rendirnos y transplantarla. La estrategia fue la siguiente: 1) Hacer un agujero en la tierra; 2) Arrancar la planta de su maceta, con esperanza de que mantuviese alguna raíz  unida al resto; 3) Introducir la planta en el agujero, tratando de que quedase en posición vertical; 4) Devolver la tierra removida a su sitio ubicación, intentando no enterrar (del todo) la planta. El procedimiento se realizó manteniendo en todo momento una expresión facial de “¡Uy”! (ojos muy abiertos y dientes expuestos en una tensa sonrisa de disculpa). Y ese día, para celebrarlo, la regamos. Que no se diga que no lo dimos todo.

Pero, por desgracia, su destino estaba escrito. Cuando milagrosamente agarró y empezamos a pensar que, por una vez, la historia podría tener un final feliz, algún patógeno feroz por determinar hizo de ella su víctima, agujereando sus hojas sin piedad y dejándola trágicamente marrón y abatida. Seamos sinceros: no es que estuviese mustia, es que llegó al punto en el que más que una planta era un palo putrefacto. Incluso yo lo acepté, y sustituí el “Tenemos que acordarnos de regar esa planta” por un resignado “Tienes que acordarte de arrancar ese cadáver purulento”. Pero, como además de no ser grandes jardineros tampoco tenemos mucho tiempo libre, el susodicho palo se quedó allí hasta que asumimos se había convertido en mantillo.

Cuál sería nuestra sorpresa cuando, hace un par de semanas, nos dimos cuenta de que, tras cuatro meses clínicamente muerta, estaba de nuevo ahí, bajo la ventana del salón, verde, reluciente, con todos sus órganos vegetales en su sitio, y más fuerte que nunca. Así, sin más, como una prueba fotosintética de que las estadísticas no son vinculantes; como un recordatorio de que hasta un matojo moribundo merece un poco de fe. Desafiando al destino.

Hoy está cuajada de flores. Y la llamamos Fénix.



domingo, 4 de agosto de 2013

Forever pre-doc


Existe una única condición imprescindible para ser un buen científico: te tiene que entusiasmar la ciencia. Está claro que no está de más que te haya tocado una buena dosis de inteligencia en el reparto; y, ya puestos, si tienes el físico de una estrella de cine, seguro que eso tampoco puede hacer mal. Pero ya puedes ser el buenorro más brillante de tu barrio, que si la ciencia no te llena, en esto no vas a llegar a ninguna parte.

A todos nos lo avisan cuando llamamos por primera vez a la puerta del departamento de turno, preguntando si tienen hueco para nosotros: la investigación es muy dura, y te tiene que gustar sobre todas las cosas, porque va a implicar numerosos sacrificios. No vas a cobrar bien (ni mal, en ocasiones); vas a trabajar muchísimo; va a ser, a menudo, frustrante. Y tu familia y tus amigos no lo van a entender. Así que más vale que la ciencia te llene, porque a ella le vas a dedicar la mayor parte de tu tiempo, contra viento y marea (y la lógica de muchos).

Todos decimos que sí, que estamos hechos de ese material, que asumimos el reto. Obviamente, no siempre es el caso: hay múltiples bajas por el camino. Es selección natural en estado puro: los más normales se retiran a tiempo; sólo los más locos se quedan. Y, oh boy, nos quedamos totalmente entregados.

En las etapas más tempranas, el pre-escolar de la carrera investigadora, el laboratorio es pura efervescencia: todo es nuevo, apasionante, y súúúperguay. Los alumnos internos y los estudiantes de doctorado de primer año miran alrededor con una mezcla 1:1 de terror y emoción. La excitación flota en el aire: incluso la técnica más simple es una fuente inagotable de “ooohhh”s y “aaaaahhh”s y desmesurado regocijo. Es, sencillamente, genial.

Luego llega el doctorado en su versión más hardcore. De repente, los experimentos no funcionan, tu jefe no te ayuda/comprende/ve, y la ciencia se convierte en una arpía ingrata. Todo pasamos por eso. Algunos se queman en el proceso, y deciden que tanto sudar sangre no merece la pena. Otros, aprietan los dientes y siguen p’alante.

Y oye, con un poco de perseverancia, todo se encauza de nuevo: los proyectos avanzan, se encuentran respuestas, se deja de insultar a la ciencia por lo bajo. Se recupera el entusiasmo con fuerzas redobladas: antes sabías que te atraía, pero ahora es un enamoramiento en toda regla. La ciencia es felicidad.

Pero la carrera investigadora es, sin duda, una carrera de fondo. Cuando te vas haciendo mayor, aprendes que la ciencia no se encuentra en estado puro, sino que viene con contaminantes que, probablemente, no te resulten tan atractivos: politiqueos, zancadillas, intereses y enchufismos. Y no es fácil aislarse de ellos. Cuando descubres esto, se te cae la inmaculada imagen que tenías del sistema científico y los palos del sombrajo. Crisis.

Yo alcancé ese punto hace unos meses. Crisis. Pero entonces la ciencia, dispuesta a defender su mancillada virtud, me envió a una estudiante (para mantener su privacidad, me referiré a ella por el pseudónimo ‘Tammy’ – no te preocupes, Tamara, que con este truco no te va a reconocer nadie, te lo digo yo). Tammy ha sido alumna interna durante unos cuantos años antes de unirse a nuestro grupo, y tiene experiencia en el laboratorio; es inteligente, despierta, autónoma y dedicada. Pero, además de todo eso, a Tammy le entusiasma la ciencia. Lo ves en el brillo de su mirada cuando aprende algo nuevo, en la sonrisa tímida cada vez que tiene un resultado. Lo ves porque siempre quiere más; porque no hay que empujarla, sino que es ella la que, sin darse cuenta, tira de ti. Y así, día tras día, inevitablemente, me hace ver la ciencia a través de sus ojos, y de repente las rémoras que la afeaban ya no pesan tanto.

Así que lo he estado pensado y, finalmente, he tomado una decisión: a partir de este momento, sin importar en qué punto de la carrera investigadora me encuentre, a la hora de mirar la ciencia voy a ser forever pre-doc.

domingo, 19 de mayo de 2013

Operación Culo-Piedra, Norwich Edition

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Según mi experiencia, uno de los más comunes (y positivos) efectos secundarios de una tesis es catapultar a sus víctimas a la práctica de ejercicio físico. En los últimos tiempos, he visto incluso a aquellos más notablemente alérgicos a cualquier forma de deporte, los que se vanagloriaban de su casi religioso sedentarismo, sucumbir ante la imperiosa necesidad de dar salida a la frustración y el estrés. Puede que tardes uno, dos, tres años, pero al final llega el día en que se te hace evidente que, si quieres vivir para ser doctor, igual vas a tener que buscarte una manera de liberar tensión. Y el gimnasio puede ser una forma eficiente y, no menos importante, inocua para todos (incluyendo tu director de tesis, tus compañeros, y cualquier ser vivo que se cruce en tu camino).

En mi caso, todo empezó en el tercer año, cuando me hice plenamente consciente de que corretear por el laboratorio durante un mínimo de diez horas al día, si bien era un ejercicio agotador, podía no ser suficiente para garantizar la parte que le toca a la mente en aquello de Mens sana in corpore sano. Sopesé mis opciones con cuidado: si corro más de diez metros, vomito; en la piscina tengo un estilo muy similar al de un cachorro al que acabasen de lanzar al agua por primera vez; y las bicicletas me tienen inquina y persisten en tratar de asesinarme. Por suerte para mí, mi amiga Vero, también doctoranda por aquella época, había llegado a la disyuntiva deporte-o-suicidio poco antes y, valiente como ella es, había empezado a ir a las clases de aeróbic del polideportivo de la universidad. A mí me daba miedito, pero ella me tomó de la mano y me arrastró, así que no pude decir que no.

El efecto fue milagroso: continuamos nuestros proyectos sin daños psicológicos irreversibles (o, para ser más precisos, sin ninguno diagnosticado hasta el momento), ningún compañero fue maltratado durante la realización de nuestras tesis, y nuestro humor mejoró notablemente, entre otras cosas. Como es comprensible, sentimos que predicar las bonanzas del ejercicio era nuestro deber moral, así que emprendimos nuestra tarea de conversión de doctorandas: nacía así la Operación Culo-Piedra.

[Nota: Si queríamos arrastrar a un puñado de científicas sedentarias, como habíamos sido nosotras, a clases de aeróbic, lo mínimo que necesitábamos era un nombre comercial. Nadie podrá decir que “Operación Culo-Piedra” no es sonoro y difícil de olvidar. Y la asociación de ideas es obvia: únete a nosotros, y para el verano podrás partir una nuez con las nalgas. Es la promesa Culo-Piedra; eso, y un capítulo de tesis por cada 100.000 sentadillas. Hala.]

Unos meses más tarde, para cuando nuestros sorprendidos músculos dejaron de resentirse, habíamos añadido clases de fitness a nuestra agenda, reclutado a una proporción más que decente de la población femenina de nuestra planta (con Tábata y Natasa como las representantes más asiduas) y, para nuestra sorpresa y gracias a la infalible estrategia “a que no tienes güevos de…”, a tres maromos (Ian, Alberto y Manolo), que se vieron obligados a reconocer formalmente (y faltos de aliento) que aquélla no era “una clase para nenas” (para satisfacción nuestra y de Cristian, el profe, que obviamente tenía aspiraciones más altas para sus lecciones). La Operación iba viento en popa; tanto, que ya nadie preguntaba si pensabas ir a aeróbic o a fitness al salir del laboratorio, sino, sencillamente, “¿Vas hoy a Culo-Piedra?”.

La Operación Culo-Piedra tal y como la conocemos se mantuvo en la cresta de la ola durante dos, quizá tres años. Después, las fundadoras emigraron (Vero a Lausanne, yo a Norwich), y la cohesión empezó a flaquear: los antiguos integrantes de la Operación reemplazaron aeróbic y fitness por actividades variopintas como parir, like todo en Facebook, o domar alumnos internos. Por mi parte, a casi 2.000 kilómetros de distancia, me hice socia del Sportspark de la universidad en Norwich, busqué clases que me convinieran, y reinicié mi labor de predicadora, esta vez en tierras extranjeras. Funcionó: estoy entrenando a mi pequeño ejército, que viene felizmente a clases de body combat todas las semanas. Quizá algún día decidamos dar un golpe y hacernos con el mando del laboratorio; si lo hago, prometo escribir un post al respecto.

Aunque mi amigo Carlos tradujo el nombre de la Operación al inglés hace algunos años (Operation Butts-of-stone; ¡suena a taquillazo!), a ésta, la que se desarrolla en Norwich, no la he bautizado así. La razón es simple: no es lo mismo. Para empezar, nadie da las clases como Cristian (sigh!), por más que me gusten mis teachers de aquí. Y, para continuar, sin las integrantes originales de la Operación, incluso yo pierdo el interés por partir nueces. Es que, sencillamente, no es igual.

Hace tres meses, sin embargo, la Operación Culo-Piedra resurgió de sus cenizas, cuando ya nadie lo esperaba, para dar una boqueada más. Tábata, en su momento una de las adeptas más fieles, se vino a Norwich para hacer una estancia de tres meses en un laboratorio; y, por aquello de que donde hubo fuego ya se sabe (y también porque puedo ser terriblemente insistente y a ella la falta de sol la tenía debilitada), terminamos instaurando la Operación Culo-Piedra, Norwich Edition. Que constó de tres clases (zumba, body balance y body combat) en tres meses, todo hay que decirlo; pero es que ella andaba muy liada. No por ello estoy menos orgullosa, que conste: su principal conclusión de la experiencia fue, con voz entrecortada por la emoción (¿o quizá por la falta de oxígeno?), “Tía… tengo… que… volver… a… culo-piedra”.

La Operación sigue viva.

sábado, 26 de enero de 2013

La paradoja del emigrante


Cuando uno llega a Inglaterra sin billete de vuelta, con veinte kilos de equipaje y un paraguas a estrenar, hace sus cálculos, cándido y lleno de esperanza, y se dice que, en un par de años, se habrá empapado tanto del idioma local que será prácticamente bilingüe. Y sonríe satisfecho, pensando en ese uno del futuro que conversa animadamente con los nativos de la isla mientras se desprende del sombrero hongo para tomar el té.

Obviamente, en esta ingenua predicción hay varios errores de cálculo. Para empezar, da por hecho que las circunstancias van a ser las ideales para que el aprendizaje del idioma vaya viento en popa, disponiendo de: ausencia de otro hispano-parlante en cincuenta kilómetros a la redonda; horas y horas para leer en inglés/escuchar la radio en inglés/ver la tele en inglés;  tiempo y fuerzas para buscar las palabras desconocidas en el diccionario, apuntarlas en la lista de vocabulario nuevo, y repasarlas antes de irte a dormir; neuronas con conexión ininterrumpida; una institutriz británica que te siga como tu sombra y te atice con la regla cada vez que cometes un error gramatical. Estas idílicas condiciones, lamento tener que decirlo, rara vez se dan en el mundo real (al menos, en el que yo habito).

En defensa de nuestro hipotético inocente español recién llegado debo decir que ciertas situaciones son difíciles de predecir: ¿quién iba a imaginar que, en el día a día, me iba a resultar mucho más complicado dar con un británico de pura cepa aquí que en mi Costa del Sol natal? ¿Qué mente retorcida podría haber presagiado que en el instituto en el que trabajo, junto a otros cientos de personas, iba a ser estadísticamente más probable encontrar un alemán o un francés que un hablante nativo de la lengua inglesa?

Pero eso no es lo peor, ni de lejos. Si bien uno mantiene una distancia de seguridad con el bilingüismo (una distancia tan segura como para anular la más ínfima probabilidad de riesgo), poco a poco se va haciendo con el idioma, y/o va perdiendo la vergüenza que se había traído de casa, y la comunicación, sencillamente, ocurre. Lo que uno nunca espera es que el precio de esta irrisoria mejoría a ritmo geológico sea el meteórico deterioro de la propia lengua (y me refiero al idioma, no al órgano; el órgano no sufre tanto mientras no pongas demasiado empeño en imitar el acento local). De repente, vuelves a tu país de vacaciones y te das cuenta de que mantener una conversación sin insertar aleatoriamente palabras como so, like, ok, I see, fine y otras lindezas no te resulta tan espontáneo como debería. Alguien te pisa en una bulla, y tú vas y le sueltas un meloso sorry; y cuando la persona en cuestión se gira y te mira, tú lees en sus ojos, claro como el agua, que lo que acabas de hacer, en tu país, es una gilipollez de proporciones monumentales. Un poco tarde, though.

Dicen que la lengua materna y las lenguas extranjeras se procesan en distintas áreas cerebrales, pero intuyo que quizá mi cerebro ha decidido hacerse un loft lingüístico. En mi última visita a España, tuve tantos patinazos que sólo me salvó de la hoguera la tolerancia sin límite de amigos y familiares (mantenida con una frecuencia de visitas no excesiva). “No importa que no sea perfecto”, decía yo al respecto de quién sabe qué, “está bien que haya espacio…  er… hueco…” – y mi interlocutora me miraba levantando la ceja, expectante, sin ocultar su mejor media sonrisa maliciosa – “estooo… para…” – se sentía la presión, pero la suerte estaba echada, sin frenos y cuesta abajo – “…¿mejorar?” Y entonces unos segundos de silencio, su media sonrisa ya transformada en sonrisa completa, yo esperando ansiosa un milagro lingüístico que hiciese aquella improbable expresión posible. “Eso no funciona es español, ¿verdad?” aceptaba yo con un suspiro, antes de que la cosa fuera a mayores, derrotada. Mi interlocutora negaba, visiblemente divertida: “¿Ya estamos traduciendo literalmente otra vez?”. Y estábamos, vaya que si estábamos. Room for improvement es una expresión fantástica. Tan buena como “margen de mejora”, pensé aproximadamente unas veinticuatro horas después. Un poco tarde, though.
Es, en palabras de mi amiga Christine, the irony of an expat - increased understanding of foreign cultures, decreased ability to communicate with any of them (la paradoja del emigrante: mejor entendimiento de las culturas extranjeras, menor habilidad para comunicarse con cualquiera de ellas).



sábado, 19 de enero de 2013

Paletos en la nieve

Sus majestades los Reyes Magos de Oriente han llegado con un pelín de retraso a Norwich y nos han dejado, los muy bromistas, una ola de frío que hace que el peor día del invierno pasado parezca un paraíso tropical. Y como ellos son muy detallistas, no se han olvidado del aspecto más vistoso de cualquier ola de frío que se precie: la nieve, of course.

La nieve, obviamente, no viene sola. En Norfolk, donde la nieve no se prodiga demasiado, cuando llega lo hace acompañada de una oleada de pseudo-pánico que se extiende como una ola expansiva. Y es que esta cosa blanca no tiene miramientos ni hace distinciones, y deja las carreteras, las aceras y los caminos hechos una piltrafa. Como consecuencia, los autobuses dejan de circular; los taxis se desbordan; los ciclistas se caen cómica y repetidamente; y, en general, la gente empieza a ofrecer su alma al diablo con tal de poder volver a casa desde el trabajo (al menos, lo que han podido llegar en primera instancia). Mira que los europeos del norte que tenemos por aquí dicen, despectivos, que con esta cantidad de nieve en su tierra ni sacarían la bufanda; pero que en esta zona nos genera entropía es un hecho innegable. 

Personalmente, para mí y mi idiosincrasia mediterránea los diez centímetros de nieve que cubren las calles son diez centímetros de más. Todo está precioso, eso hay que admitirlo, y fuera hay una luminosidad que ya quisiera el sol estival (anoche descubrimos, como sureños acatetados, que el manto blanco éste permite la visión noctura; ¡al fin podemos afirmar que en nuestro jardín trasero hay lo mismo de noche que de día!). Pero resulta increíblemente poco práctico. Por eso, después de la novedad del primer rato, vuelvo a defender mi tesis de que la nieve donde mejor está es en una postal.

Para empezar, tengo la firme creencia de que, cuando en la calle hace más frío que dentro de tu nevera, hay algo que no va bien. Por otra parte, encontrarte por la mañana un montón de nieve en el lugar donde dejaste el coche, y tener que escarbar para cerciorarte de que éste sigue ahí, me genera ansiedad (¿qué pasa si un día no está?). Y, por supuesto, la consecuencia última y definitiva: el gran trastazo. Tengo que aclarar que aún no he terminado en el suelo, porque he sido capaz de salvar todos mis resbalones con más o menos gracia (un “¡ta-chán!” en el momento justo le da un toque de estilo a cualquier patinazo; combínalo con una palmada y una extensión de brazos y parecerá que llevas años ensayándolo). ¿Ha sido acaso por mi increíble habilidad, por mi sobresaliente equilibrio y mi excelsa capacidad atlética? Obviamente, no; ha sido porque no he andado mucho. Pero todo es cuestión de tiempo: no importa cuánto empeño ponga en tratar de evitarlo, porque terminará por ocurrir. Y como a mí no me gusta hacer las cosas a medias, no me conformaré con caerme vulgarmente de culo o torcerme un tobillo: lo daré todo y me partiré una pierna. En fin, al menos ¿eso me dará más tiempo para escribir? ¡Pues por supuesto que no! Me sentiré culpable e inútil, y dedicaré todas mis horas a trabajar con el ordenador para compensar. Al menos debería ahorrarme accidentes adicionales; suponiendo, eso sí, que para el momento en que la fractura suelde la nieve se haya derretido al fin. En cualquier caso, ya nos desgastaremos las meninges en buscarle un lado positivo al zambombazo cuando llegue el momento; mientras tanto, ahorremos energía, que nos hace falta para combatir el frío.

domingo, 2 de diciembre de 2012

El espíritu aventurero en los tiempos de crisis

Escucha, que me sé uno muy bueno: esto es una que va y dice “Los jóvenes españoles emigran por espíritu aventurero, no por la crisis”.

Yo es que me despiporro. ¿Es bueno, o qué? ¡No tiene precio!

Desgraciadamente, son las declaraciones de la Secretaria General de Inmigración y Emigración, Marina del Corral, que o bien tiene un sentido del humor de lo más negro, o unas habilidades dialécticas un tanto toscas.

Tengo la ligera impresión de que a la señora del Corral se le están escapando algunos detalles. El espíritu aventurero de la juventud te puede empujar a irte de InterRail, de voluntario a reforestar la selva amazónica, o de comparsa de la comunidad del anillo. El aventurero se embarca en una empresa emocionante, diferente de su rutina, de forma voluntaria (se sobreentiende que no necesita marcharse), y siempre con la opción abierta de volver (para contarles a sus amigos sus andanzas mientras se toman una cerveza en el bar de siempre, ¡final feliz!). Que me explique esta señora dónde le encuentra la aventura a trabajar de enfermero en Inglaterra, de ingeniero en Alemania, de informático en Estados Unidos, o de camarero en cualquier parte, por poner. Y, ya puestos, que me explique también dónde está, hoy por hoy, la opción de volver.

En el primer semestre de este año, más de 40.000 españoles han decidido dejar el país; un 44.2% más que en el mismo período del año pasado, según datos del Instituto Nacional de Estadística. Obviamente, nada que ver con la tasa de paro de casi el 25%; lo que pasa es que se nos ha disparado el espíritu aventurero. No sé qué estamos comiendo los españoles últimamente, pero de seguir así vamos a dejar a Indiana Jones en bragas.

Una verdadera lástima la falta de espíritu aventurero de tantos políticos españoles.